sábado, 30 de septiembre de 2017

Yo debí haberme rebelado

Rosita Gastelum me recibió gracias a su hija Rosa que hizo el contacto y nos reunió en la cocina de su casa en el barrio de San Antonio. Ahora se ha rebelado contra la opresión, pero a sus más de ochenta años tal vez sea demasiado tarde. Hoy nadie la reprime ni la explota, tiene tanta libertad que hasta es capaz de recordar su historia sin rencor… Bueno, sin mucho rencor. Este testimonio forma parte de mi último libro llamado El Club de los recuerdos, una alegoría sobre la memoria poblana que muy pronto verá la luz.


Fui una niña muy obediente, muy bien portada y muy babosa. Ahora comprendo –demasiado tarde–, que debía yo de haberme rebelado, haber protestado porque aparte de eso, de ser sirvienta de mis tíos, el maltrato que me daban. Me refugiaba en la religión, que me dio el consuelo de decir hay un Dios que me ayuda. Yo tuve muchos problemas. Sobre todo porque yo había salido del Colegio Salesiano, donde estuve dos años, y yo, según mi mamá, iba a seguir estudiando, y después ¿qué me tocó? nada.

Cuando yo vine de México -donde viví dos años- le dije a mi tía, voy a la Cruz Roja a ver si hay algún curso, no me dijo que no. Entonces estaban dando primeros auxilios, y allí me quedé una temporada, después de eso el doctor Espinoza pidió a la Cruz Roja dos enfermeras, y ahí me tocó a mí, y me fui a trabajar al sanatorio. Pero cuando me casé don Carlos ya no me dejó. Me conoció cuando yo estaba en el sanatorio, ya después no quiso.
Lo conocí en esta misma casa, en un departamento de aquí mismo. Ahí vivía una señora que trabajaba en una fábrica, era remalladora. Una fábrica de por Santiago. Y Carlos estaba en esa fábrica, pero en los telares, y era muy amigo de la señora. Una vez que yo bajé a inyectarle a su niño él estaba ahí porque venía a devolver la llave del zaguán, que la señora le había prestado y ya, empezamos a platicar y poco a poco me invitó al cine. Y como entonces yo ya había regresado de México, y ya me dejaban salir un poco, acepté la invitación.

Con  Carlos la cosa fue diferente, aunque no mucho, (je je), porque él todavía era de las personas que: “ya quiero comer”, si no había comida ay mamá, me iba un poquito mal. Y luego le decía yo: “pues no hay comida, no hice comida”. Se requete enojaba, me regañaba, bueno...

Los jueves íbamos al zócalo, y ahí nos reuníamos en el kiosco a oír la música, jueves y domingo, la orquesta del estado, uniformados. Tocaban valses. Era bonito. La gente era muy apacible, muy humana. Ya casados íbamos a las lunadas a Agua Azul, a El Retiro con la orquesta de Agustín Lara, muy bonita orquesta. Tocaban en El Retiro, al costado de la casa de Gutierritos, en la 21 Poniente y 16 de septiembre.

¡Para qué la acepté!, porque vivimos cincuenta años, de sirvienta otra vez, pero por lo menos ya tenía yo a quién servirles, a mis hijos. Sin embargo, fue muy poco variante a mi vida anterior. Y luego como su mamá, en paz descanse, y sus hermanas, porque vivía entre puras mujeres, él era el pequeño, no lo dejaban hacer nada. “Dale de comida a tu hermano, lávale la ropa a tu hermano. Pon de cabeza a tu hermano”. Así es de que él, niño, y después joven, no sabía nada. Hay que lavar trastes y trataba de acomedirse. “No no, ese es trabajo de mujeres, no de hombres”. Cumplió la edad y se puso a trabajar, no le quedó otro remedio. Pero por mucho que haya yo cambiado de manera de pensar siempre fui la misma babosa, porque nunca me defendí. Alguna ocasión llegué a decirle algo que no me parecía, pero no, él siempre salía ganando con su manera de ser, y con tal de no pelear, mejor me callaba.


Mis hijos nacieron en el sanatorio, Rosita y Carlos, dos nada más. Una familia pequeña para la época, pero no estaba dispuesta a ser como su hermana de Carlos, que tuvo doce. Yo dije “dos”. Nomás tuve dos y pare de contar. Cuando su hermana Soledad venía a visitarme me decía: “deme usted el remedio para no tener más hijos, Rosita”. Yo le decía: “yo no sé, porque me la dio un doctor”, (mentiras, pero bueno), le decía: “pídaselo usted al doctor”. Y la pobrecita, obediente, fue a pedírselo al doctor. Salió regañada, pero regañada con ganas ¿eh? Yo creo que le dijo que era pecado. 

Acudí al señor cura a recibir consejo, porque yo ya no aguantaba la situación, tanto la económica como la otra. Y mi hijo estaba en el centro escolar San Aparicio y ahí había un director espiritual y un día le dije: “dile al padre Félix que quiero platicar con él”. Bueno. Viene mi hijo y me dice: “te espera el jueves a las cinco de la tarde en Catedral”. Ay, para qué hablé, pero ni modo. Y fui. Le dije cuál era mi problema y me dijo: “para esos problemas no creo que usted sea la única. En la sociedad se da mucho mucho lo que le voy a decir. En la sociedad por “el qué dirán”, precisamente por el lugar que ocupan tan honorables las parejas, no se separan, pero sí hay una separación de cuerpos, y usted puede hacer lo mismo”. 

Pues sí, como me lo dijo el curita lo hice, pero me fue como en feria. Por poco y salgo con mi maleta para allá afuera. Pasó el tiempo, nos acostumbramos y vivimos mejor, más como hermanos que como pareja.

jueves, 14 de septiembre de 2017

El malestar del bienestar


En 2004 me dio varicela. Estaba a punto de cumplir 47 años. El virus inoculó primero a las niñas, y un día antes de viajar a la sierra norte de Puebla, una alta temperatura y un malestar general inundaron cada célula de mi cuerpo. Me inoculó a mí. A la semana mi cuerpo entero ostentaba cientos de granos que no me podía rascar bajo amenaza de quedar como López Dóriga. Estaba profundamente debilitado, lloré con un comercial de un brandy donde el hijo llevaba al padre una botella con motivo de su cumpleaños, o algo así. Lo que sigue es una trascripción de escritos hechos en el rigor de los 39 grados, en medio de la enfermedad, cuyo embate duró más o menos una semana, que fue cuando realicé también esos dibujos.


“Cuando entré por primera vez a un maizal me sorprendió la hostilidad de los surcos. Eran mucho más grandes y lodosos de lo que hubiera imaginado. Esa imagen vuelve una y otra vez, cuando miro la condición de mi cabeza.”


“Al tercer día la cabeza es el tema. Los sudores de la fiebre fluyen por los granos capilares. Era ahí donde crece el maíz, la enfermedad tiene matices místicos. Se me apareció Juan Diego, como dicen.”



“Cosas tan elementales como rascarse la nariz, un ojo, una oreja o simplemente tragar saliva se convierten en toda una maniobra.”


Insistía en una analogía con La Pasión de Cristo de Mel Gibson, estrenada ese año.

“El Cristo de Mel Gibson perfectamente representado por un virus. La espalda y el pecho masacrados, la cara una máscara de granos que no respetan ni los lagrimales, el interior de los párpados, ampliamente la mucosa nasal. Y la nariz, en su exterior, convertida en una tuna espinosa. Sobre la fosa nasal derecha una galaxia granulosa. El masacrado Cristo de Gibson, en toda su crudeza, representado por el cuerpo de un señor que resulta ser yo. Sin menoscabo de su sufrimiento, los latigazos de la varicela no respetaron tampoco el ano, el escroto, las axilas y todas las coyunturas.”


“El jueves era aún un exitoso moribundo, cuando el sufriente cree seriamente en ese trágico destino. El viernes, vigilado por la fría y pragmática ciencia, no soy más que un patético bufón desfigurado.”

“El malestar del bienestar. Luego de cuatro días, cuando el heroico cuerpo ha soportado los principales embates del virus, sobreviene el sueño, por fin, y la fiebre de efectos secundarios, el consentido hijo que todos tenemos en nuestro estuche corporal se cobra, casi hasta el desmayo, la carencia de sueño, de alimento, de estreñimiento, noqueándome las siguientes doce horas.”


“Desde niño no había vivido una fiebre alucinatoria. Mis monstruos actuales son los mismos, esas cosas pegajosas que veía en los calenturones que me dieron a mis ocho, once años. No era algo que entonces pudiera explicar, hoy tampoco puedo hacerlo, son monstruos que no puedo explicar.”


miércoles, 6 de septiembre de 2017

Desdeño para el diseño


En 1979 la UAM-Xochimilco era una unidad recién inaugurada, quedaba en las márgenes de Xochimilco justo en los límites de Chimalhuacán, frente al canal de Chalco que va y desemboca en Cuemanco. Todavía está ahí, claro, pero ahora la urbanización ocupa todo, antes estaba vacío, el campus estaba apartado, no tenía las colonias encima como ocurre hoy.

El sistema modular de educación de la carrera de Diseño Gráfico de la Comunicación, como se llamaba, me decepcionó desde los primeros días, pues se trataba de enfocar nuestras carreras a la sociología, cuando lo que yo esperaba era dibujar sin fin sobre papeles en un restirador. Lo hicimos muy parcialmente, pues estuvimos tirando líneas verticales sobre cartulinas en una materia de dibujo, mientras que las otras cinco consistían en leer un volumen de historia y sociología bastante bien hecho, pero insuficiente para interesar a aquellos estudiantes en esos temas, pues tenían, incluidos los maestros, mentalidad de ingenieros, muy técnicos y poco preparados para la ciencia social.  Pero mal que bien yo traía tres años de historia y sociología marxista de la UNAM, donde cursé la carrera de Estudios Latinoamericanos en Filosofía y Letras, por lo que resulté el tuerto en la tierra de los ciegos.

Como seguramente había pocos maestros, eran los propios arquitectos y diseñadores los encargados de darnos las materias de sociología. Al menos uno de ellos me agarró de su changuito y me puso a dar las clases de historia y de sociología. A mí me resultaba divertido, pero a mis pobres compañeros no.

De la UAM saqué en limpio un mejor pulso para dibujar con ese ejercicio que repetimos todo un año y un poco de práctica para mi futuro empleo de profesor. Calificación 10.
Tuve que abandonar mis estudios por un infortunado accidente automovilístico que me dejó sin vehículo y sin trabajo, pues entonces vivía en Tlalmanalco, hogar de mi hermano Jaime, un antiguo pueblo situado entre Chalco y Amecameca, y trabajaba en la compañía Dupresa, fábrica de durmientes de concreto para ferrocarril, que estaba en Santa Catarina Yecahuizotl, junto a la autopista a Puebla, en el límite sur de la ciudad de México, mientras que estudiaba en Xochimilco.

Una cosa estaba ligada a la otra y,  al prescindir de automóvil, me fue imposible sostener mis otras dos actividades. Sin trabajo no podía pagar la colegiatura, que no era precisamente barata, y sin carro no podía llegar a la escuela.


Como querer es poder, pienso ahora que pude seguir estudiando, pero en realidad la principal causa del abandono fue mi decepción de la academia de Diseño Gráfico de la Comunicación en la UAM, que me pareció mediocre, no le di chance a la carrera de mostrar sus bondades, como supe después que las tenía, me aceleré y la deseché con olímpico y juvenil desprecio. Caro lo habría de pagar, pues me hubiera gustado acabar siendo diseñador, pero la vida es así. Y tienes que comprenderla.