miércoles, 27 de marzo de 2013

Puebla en los años 20


Segunda parte de dos
La industria poblana a principios del siglo XX repartía sus productos entre el consumo local de la ciudad y sus productos de exportación a la ciudad de México, Veracruz y otras partes de la república y el mundo. Además de la emblemática industria textil que producía básicamente telas, hacia 1925 había dos fábricas de lana, tres fábricas de lino, una fábrica de vidrios planos, cuatro fábricas de fideos, cuatro de aguardiente, cuatro de estampados, cinco molinos de aceite, catorce molinos de diversa molienda (de café, aceite, trigo, nixtamal), siete cernideros, ocho ladrilleras y doce hornos de cal. Existían numerosas fábricas de diversos tamaños de panela y piloncillo, de mezcal, carbonato de sosa, cerillos, azúcar y loza fina. (5)

Por su importancia económica y simbólica, destacan las fábricas textiles en Puebla, que serán arquetipo y fortaleza de la entidad en las primeras décadas del siglo. De 18 fábricas consignadas por Carlos Contreras Cruz a principios del siglo XX, nueve eran eléctricas, en tanto que otras nueve tenían como fuerza motriz la hidráulica o movimiento de agua, el uso de bestias o trabajadores, que llamaban movimiento de sangre, a vapor o combinaciones entre ellas. Entre todas producían cerca de un millón anual de piezas de manta, con un valor de 3 483,200 pesos (1908). La más antigua era La Constancia Mexicana, fundada en 1835, que al principio del siglo XX servían 205 trabajadores, aunque no era la más grande. La fábrica El Mayorazgo, asentada al sur de la ciudad, contaba con 406 obreros, La Covadonga 360, la Independencia 340 trabajadores, la Economía con 190, la Santiago 180 y el Alto con 130, en tanto que La María, Amatlán y Guadalupe con unos ciento cincuenta cada una. El Molino de en medio y La Concepción llegaban a cien. Las fábricas pequeñas, con apenas algunas decenas de obreros eran El Carmen, La Hilandera, La Mexicana, La Paz, La fábrica de Estampa y Blanqueo y la San Rafael, ésta última apenas con diez. En total, 2 667 trabajadores empleados en la industria textil de Puebla capital, en una ciudad que a finales de la década de los veinte contaba con 114 mil habitantes. (6)

En Cholula y Cuautlancingo destacaban La Providencia en la primera población y Santa Ana Guadalupe y la Beneficencia en la segunda, dedicadas a hilados y tejidos; en tanto que el aguardiente llegaba de Cholula (San Nicolás y San Pedro) de fábricas como Aguilar, Zimalontle, Yancuitlalpam y Tzintonalá. (7)

En el zócalo de la década de los años veinte las cosas mejoraron. Las mujeres pudieron mostrar libremente los tobillos y de los cuellos que recordaban a Hernán Cortés pasaron al uso de un escote en "V", no sin escándalo eclesiástico y masculino de por medio. El muy utilizado corsé cambió de estrategia, ya que si antes se había usado para levantar el busto, ahora lo hacían para disminuirlo. Aparecieron por las calles de Puebla muchachas con vestidos acinturados, con un artefacto que llamaban el corsé alisador, creando un nuevo tipo de belleza y de mujer, quienes deseaban alejarse de las antiguas beldades femeninas que ahora se antojaban ridículas. Se generalizó el uso de materiales más simples y baratos que el chiffon, el tul y la seda y se hicieron trajes de punto, tejidos finos que otorgaban más y mejor flexibilidad para la nueva mujer, la que además ponía énfasis en la práctica deportiva, incentivada por la reciente costumbre de ocupar el tiempo en algo útil. En estos tiempos se puso de moda el lino que, debido a su bajo costo, fue posible crear con él una media sintética que reemplazaba a las inaccesibles medias de seda natural. (8) Las jóvenes simplificaron la confección de su atuendo y en el zócalo de la ciudad se veía de todo. Señoritas de vestidos muy sobrios, sin decorados, que en poco tiempo impusieron un traje de dos piezas llamado "traje sastre". Lo más adecuado para los nuevos tiempos.

La incipiente estabilidad se rompió en 1926 al enfrentarse la Iglesia con el Estado, cuando la iglesia intentó recuperar privilegios. Calles publicó en junio de 1926 una serie de leyes que controlaban los intereses católicos y señalaban penas para los infractores de la ley. Declaraciones hostiles de obispos en contra de la Constitución en 1926 provocaron el cierre de escuelas y conventos por parte de las autoridades civiles y la expulsión de sacerdotes extranjeros. El gobierno lo interpretó como un boicot para crear una crisis económica. La Iglesia suspendió el culto y no tardó en estallar la rebelión armada. La rebelión cristera, que se centró en los estados de Jalisco, Guanajuato, Colima y Michoacán, tuvo carácter rural, y no se terminó hasta 1929, cuando la Iglesia reanudó el culto y el ejército cristero se rindió. Mientras tanto las misas se hicieron en casas particulares que se arriesgaban a perderlas. (9)

“Los sacerdotes entonces andaban vestidos como sacerdotes, les permitían –me platicó doña Mary Santillana en su casa a la que me llevó su nieta Flor-; ya después vi que les prohibieron andar vestidos como estaban acostumbrados. Oíamos misa a escondidas. Una vez me acuerdo que yo me fui a una misa a escondidas. Como me tardaba mucho mi papá, pobrecito, me fue a buscar. Ya que me encontró le dio mucho gusto, me llevó a la casa llorando de emoción de que me había encontrado. “Ay, hija, yo creí que ya te habían llevado a la cárcel.” Lo llevaban a uno a la cárcel. Fue una época muy dura para los católicos. Sí, tenía uno que esconderse para ir a la misa, pero íbamos a las casas.”

Muchos poblanos se adhirieron a la causa religiosa, tomaron misa clandestinamente y simpatizaron con los cristeros alzados en Jalisco, Guanajuato, Colima y Michoacán. Participaron en el boicot para crear una crisis económica, según la versión del gobierno. Duraron tres años aquellas hostilidades, hasta que en 1929 se hicieron  acuerdos, la Iglesia reanudó el culto y el ejército cristero se rindió. Pero la mecha social estaba prendida, la década termina convulsionada políticamente con las elecciones para presidente de México, en esta esquina, el candidato oficial Pascual Ortiz Rubio, en esta otra, el adalid de la educación José Vasconcelos.

5) La industria textil moderna, municipio de Puebla, 1908, de acuerdo a una investigación de don Carlos Contreras Cruz (p. 125)
6) Censos de población y vivienda, INEGI, citados en Puebla, urbanización y políticas urbanas, de Patrice Melé, BUAP, UAM Azcapotzalco, 1994
7) La estadística Textil, 1841-1910, Cuadro geográfico, histórico y descriptivo de los Estados Unidos Mexicanos, Oficina tipográfico de la Secretaría de Fomento, México, 1884, pp. 26-27
8) Historia del vestido, fuentes: http://www.teatro.meti2.com.ar/tecnica/vestuario/historiafotografica/historiateoria/historiateoria.htm; http://www.protocolo.org/gest_web/proto_Seccion.pl?rfID=185&arefid=450 http://www.taringa.net/posts/info/1301642/Historia-de-la-Ropa.html
9) Sobre la cristiada: http://www.cimacnoticias.com/



sábado, 23 de marzo de 2013

Puebla en los años 20



Primera parte de dos
Los años veintes en Puebla marcan una nueva imagen del mundo. Tras la primera guerra mundial todo fue más práctico. Los seres humanos crecimos en esa transición, hubo una nueva forma de ver el mundo, más fría y pragmática. La nueva imagen que se imponía a las jóvenes modernas en Puebla era la de una mujer trabajadora y eficiente, que se inmiscuía en los asuntos que hasta entonces habían sido privilegio de los hombres.

Se respiraba un cambio profundo en la sociedad, en el discurso, la acción y la vida de los 95,535 habitantes de la ciudad de Puebla de los años veinte, la gente hablaba de política, de cultura, de educación, que fue uno de los grandes temas de la década. La lucha armada amainó y Álvaro Obregón hizo su gobierno en un ambiente más o menos pacífico. Aquí en Puebla gobernó el estado un profesor del partido liberal callista de Zacapoaxtla, Claudio N. Tirado, en dos ocasiones.

Esta es la década de los aeroplanos, la generalización de los vehículos de combustión interna, del orden urbano. En Puebla se construye una incipiente periferia y se consolida el centro de la ciudad, a donde la gente acude para ir de compras al mercado La Victoria, a los grandes almacenes y a divertirse en los cines, cuyas películas mudas eran amenizadas por alegres pianos que sustituían las voces de los actores, con acordes agudos y graves, de acuerdo a la ocasión.

En esta década se abren más fraccionamientos y se fundan colonias como Miguel Negrete, 1920; Hidalgo, 1924; Tierra y Libertad, 1925; Porvenir, Los Doctores, 1928; la del Tamborcito, Héroe de Nacozari, Mártires del Trabajo, Buenos Aires y Rivera de Santiago, 1929.

La ciudad crecía en comunicación y planeación. Ese mismo año se colocaron los monumentos a la Independencia y a Benito Juárez; en 1926 se inaugura la carretera federal Puebla-México y se abre el Museo Regional de la Casa del Alfeñique.
En 1928 se expropian el Palacio Episcopal para instalar el Palacio Federal; la Universidad Católica para establecer la Zona Militar; el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús para ubicar ahí la Normal del Estado; el Convento de Santa Mónica es convertido en Museo de Arte Religioso, además las escuelas clericales son restringidas para impartir de educación. En 1929 ocurre la última destrucción en masa de lo que quedaba, en ruinas, de la ciudad colonial. Con el alineamiento y  la prolongación de las calles de la ciudad antigua, se destruyeron decenas de edificios deteriorados, abandonados y otros habitados con precariedad, como las vecindades arruinadas.

Una preocupación destacaba entre todas en los años veinte: había que terminar con la violencia. Era urgente convertir a la educación en la palanca del nuevo Estado surgido de una revolución social, llevar la luz de la educación ahí donde aún imperaban las tinieblas medievales de la opresión, la ignorancia y la improvisación. A lo largo de esta década se restringe la educación a los colegios de carácter religioso, al grado de llegar a suprimirse. Pero antes de eso la tarea era llevar las letras a las sierras y pueblos de México. Vasconcelos lanza desde la Secretaría de Educación Pública su famosa cruzada nacional por la educación, edita centenares de miles de libros, empuja por la creación de un sistema educativo que, si bien tardaría mucho en consolidarse, establece las bases del trabajo magisterial y, al menos, por primera vez se ofrece una dimensión objetiva del reto de la educación en México. 

Y fue la cruzada de José Vasconcelos la que determinó el carácter de esa nueva Era, promisoria, para la sociedad mexicana. Se creó conciencia en la necesidad de extender la educación básica a toda la república y de crear, casi de la nada, el ideal de un nuevo profesor, capaz de transformar a la nación.

La poetiza chilena Gabriela Mistral fue invitada por Vasconcelos en 1922 a intervenir en la cruzada por la educación, que ella enfocó, desde su llegada, en las mujeres. Frente a lo retórico y diletante, Mistral propuso lo vivo y lo activo, pedagogía de acción a la manera de John Dewey. “El niño llega con gozo a nuestras manos, pero las lecciones sin espíritu y sin frescura que casi siempre recibe van empeñándole ese gozo y volviéndole al joven o la muchacha fatigados, llenos de un desamor hacia el estudio que viene a ser lógico. Hombres sin imaginación han sido nuestros maestros” –escribió en el prólogo de Lecturas para mujeres.
Mistral entregó Lecturas para mujeres, donde se puede apreciar el ideal de aquellas jóvenes mexicanas, para quienes fueron creados unos establecimientos llamados escuela-hogar donde se les enseñaba a ser más eficaces y productivas, de esa forma se buscaba un cambio profundo en la sociedad, el discurso, la acción y la vida de mujeres de esa época, para pulsar con su visión feminista un legado cultural esencial que nos ayudara a comprender cabalmente quiénes eran las mexicanas. “Así el espíritu del feminismo de las primera décadas –afirma la maestra Rubí de María Gómez Campos en un reciente libro llamado El sentido de sí-, estuvo permeado por el énfasis en la educación como medio de incorporación de las mujeres a la modernidad y por el espíritu de la Revolución Mexicana, que es interpretado como la osadía de los mexicanos por encontrarnos a nosotros mismos y a nuestra madre”. (1) 

Sin embargo, a pesar de tantos buenos propósitos, las lecciones de Mistral y Vasconcelos concluían en un tono tradicional sobre el destino de aquellas mujeres mexicanas, a quienes finalmente había que proteger de todo peligro y tentación, estableciendo su casa como refugio y al varón –llámesele padre, hermano o marido- como su única salvaguardia, como escudo y fortaleza. 

Pero claro, no todo era educación en los años veinte poblanos. Estaba el almacén de maderas de Francisco Hernández Amor en la 8 oriente 203. Ahí, los vecinos conseguían a buenos precios productos como aceite de linaza inglés, clavos de todos tamaños. Acudían ahí los carpinteros y carroceros, que ya antes se habían surtido de vigas, tablas, jirones, duela del país y americana; encono, cedro, tejamanil y leña de rubio en el Almacén de maderas de José Carreto, en la 8 Poniente 1105.

Era una época en que muchos proletarios de bolsillos rotos añoraban un automóvil Buick para estrenarlo en 1928. “Elegancia, lujo, color, velocidad y fuerza, en grado tal que establecen una  nueva norma de comparación.”, rezaba la propaganda que ya desde entonces Montoto y Nájera ofrecían en su agencia de Reforma número 334

“20% de contado y el lote es suyo”, ofrecía la propaganda en La Opinión, el único periódico local que leían todos los adultos que sabían leer, donde se establecía nuestra relación con el mundo. Y ofrecía detalles: después, una corta mensualidad de $ 29.00 en la inteligencia de que dentro del precio del lote están incluidos todos los servicios, tales como agua, luz, drenaje y pavimentación. “¡Compre usted su lote antes de que sea tarde!” Había que acudir a las oficinas del  Fraccionamiento Molino San Francisco, S. A., que estaban en 2 norte num. 4, teléfonos: Ericsson 38-94, Mexicana 16-76. (2) 

El ofrecimiento de la ciudad y la fundación de una decena de colonias en la periferia obligó a reglamentar el precario sistema de transporte que se creó espontáneo, atendiendo la necesidad. Juan Manuel Guerrero Bazán y Luis Manuel Pérez Sánchez consignan que fue en 1920 cuando se crea la primera cooperativa de transporte llamada Unión Camionera de Puebla que incluía dos rutas: Santiago y Circuito Estaciones. A ésta organización le siguieron otras sociedades cooperativas como la Central y Central San Matías, la de Autotransportes Mayorazgo, que con la participación de algunos colonos de la Libertad se adquirió un solo camión que proporcionó el servicio entre el pueblo mencionado y el centro de la ciudad. (3)

En su investigación llamada Vida cotidiana e historia de una colonia obrera: Mayorazgo 1931-1946, Ángel Amador Martínez afirma que con la llegada de los camiones urbanos a la ciudad de Puebla, se fue normalizando el servicio hasta 1923, cuando ya contaba con seis líneas y pudieron sustituir por completo el servicio de tranvías de mulas, que inició su desmantelamiento. (4)

Las colonias nacieron muchas veces alrededor de las fábricas en Puebla, pues las que ya venían de antes, más las nuevas inversiones en industria textil, proyectaron a Puebla como una de las ciudades más industrializadas del país.

Citas:

1) Lecturas para mujeres en el México de los años veinte, Elvia Montes de Oca Navas, El Colegio Mexiquense, A. C., Historia de la educación latinoamericana num. 29
2) Comercio y publicidad, 31 de octubre de 1927) Carteles de los años 20: http://www.archivomunicipaldepuebla.gob.mx/ 
3) Proceso evolutivo del sistema de transporte público en la ciudad de Puebla Juan Manuel Guerrero Bazán y Luis Manuel Pérez Sánchez, presentada al Coloquio Internacional del GIM, Montreal (Canadá), 26 al 30 de Junio de 2000, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Facultad de Arquitectura. http://gim.inrs-ucs.uquebec.ca/
4) Vida cotidiana e historia de una colonia obrera: Mayorazgo 1931-1946, de Ángel Amador Martínez, http://www.peu.buap.mx/
 

domingo, 17 de marzo de 2013

El degollado



La historia del degollado es real, sucedió una tarde que salí del cine, acaba de ver Recuerdos, de Woody Allen e iba encantado. Mi casa en la Portales estaba sola, Recuerdos me había puesto nostálgico, decidí ir a casa de mis hermanos que estaba en Zapotitlán, en la lejana delegación Tláhuac del Distrito Federal; el camino era por la UAM Xochimilco, cruzaba uno el canal de Cuemanco y seguía por una salina apropiadamente llamada Colonia del Mar, rodeabas esa enorme ciudad semiperdida con tan bonito nombre, pasabas un gran predio con un cartelón que decía que era propiedad del sindicato y que muy pronto se llenó de casitas del Foviste, tan idénticas al Infonavit, y te internabas en la delegación Tláhuac con todas sus colonias de casitas proletarias, calles de tierra, curvas, farmacias, pollerías; como la cuarta en aparecer era Zapotitlán, unas cuadras antes de topar con la avenida Tláhuac, que une a Taxqueña con el pueblo de Tláhuac.

En una curvita estaba una calle de tierra café que llevaba a la casa de Antonio y Martha. Estaba a punto de dar la vuelta cuando se me atravesó una señora con un rebozo rodeándole el cuello, una señora local, como doña Esperanza o la señora de las tortillas, me obligó a detenerme. Mi vocho había sido asaltado un poco antes, me quebraron el vidrio derecho de la puerta, le puse un triplay que pinté de negro para disimular y debía traerlo abierto mientras manejaba; la señito me exigió “un médico, un médico”; sugerí un consultorio antes de la avenida Tláhuac, pero para entonces estaban ya trepándose al carro la señora y dos individuos en la parte trasera, y un joven más como copiloto. Era una familia completa. Mi VW no traía asiento trasero, me lo habían robado, había puesto una estera muy delgada que cuando mucho separaba la batería de las nalgas de los pasajeros. Eran la esposa y los jóvenes hijos del señor degollado, a quien que sentaron en medio, en el filito central que soporta el asiento cuando este existe, pero el hombre tenía preocupaciones más importantes que atender, podía verlo por el retrovisor. Era un señor de unos sesenta años que llevaba una colcha de gusanito amarrada alrededor del cuello; tenía los ojos semicerrados, como si no escuchara, pero por el momento estaba vivo. Era obvio que había que llevarlo a los hospitales de la avenida Acoxpa, regresar a la ciudad. Todo fue muy rápido, yo tomé la carretera que estaba frente a la Colonia del Mar y, antes de llegar a Cuemanco, un gemido sosegado de los pasajeros de atrás nos hizo suponer lo peor a los que íbamos adelante: el viejo había muerto, la señora lloraba resignadamente y el joven a mi derecha por poco se pasa para atrás. No sé si recuerdas que en los vochitos la gente va muy junta, casi cabeza con cabeza; el dolor, combinado con el tufo a mezcal y mazorca quemada dentro del vehículo era muy intenso; esa familia acababa de perder a su cabeza familiar. Los jóvenes maduraron años en unos pocos segundos. No sabía qué hacer, pasó una patrulla y le hice señas para que se detuviera, como quiera tenía un muerto en casa, es decir, el vochito era de mi propiedad y tenía yo cierta participación en esa muerte, pero la patrulla siguió de largo; seguí rumbo al hospital por sugerencia de los familiares, más despacio, como una minúscula carroza anaranjada. Pensé en aquella escena de Mecánica Nacional cuando Manolo Fábregas lleva a su madrecita muerta, Sara García, en el asiento del copiloto. Al dar vuelta por la avenida del Hueso, observé por el retrovisor que el rostro del señor hizo un gesto parecido a la vida, pero sin emitir el más mínimo ruido; “está vivo”, grité con arrebato, pero ya todos lo sabían. Mientras reflexionaba sobre las razones de la vida y la muerte llegamos al hospital de Acoxpa y me subí a la rampa de emergencia, bajamos al señor cargándolo de los sobacos y entramos al hospital. Pusieron al hombre en una silla y lo llevaron hacia el elevador, la familia lo siguió. La señora, cuando me detuvo, me gritaba que me pagaría lo que fuera, que me daría lo que yo le pidiera pero que la ayudara. Por supuesto no estaba interesado en que me diera dinero, pero tal vez esa promesa los orilló a hacerse los desentendidos y sólo vi sus espaldas desapareciendo en el pasillo, ni las gracias ni nada.
En los siguientes días Martha escuchó a un pregonero en el barrio informar sobre la muerte del hombre, no le fue difícil enterarse de los detalles. Fue en una pelea de gallos, alguien perdió, sacaron sus puñales, y un joven contrincante fue más rápido que el viejo y lo degolló. La historia es cierta. Y yo era el chofer.

domingo, 10 de marzo de 2013

Bailar en El Carolino



Podía uno dudar de si realmente Magno bailara. Era un hombre tan serio, seco podría decirse; inexpresivo, en todo caso. Él fue uno de los miles de jóvenes poblanos que bailaron en aquellas décadas felices de los años cincuenta y sesenta. No había internet, menos había Facebook, entonces lo que había eran bailes. No importaba quién fueras, podías ser maestro, ferrocarrilero, empleado de correos o telégrafos. Los viernes salías de tu trabajo y llegabas directamente a la regadera, te bañabas a conciencia y lo que resultaba de aquella faena no era un hombre común y corriente, era un dandie, un figurín impecable que no toleraba ni una arruguita en su elegante traje casimir. Como cometas dejaban un halo detrás suyo de un aroma envolvente y dulzón; el cabello corto de copete generoso con abundante brillantina; mancuernillas doradas en los puños de la camisa que hacían juego con el pisa-corbata en el centro del pecho. Y los zapatos cabalmente negros de brillante charol. No imaginaba a Magno al iniciar este relato pero ahora sí. Lo veo de cuerpo entero, con su piel morena arabesca y las negras ojeras enmarcando sus ojos. Ojalá entonces fuera más expresivo, guapo quizás. A sus setenta y cuatro años ya no le noto nada de eso. Como sea, esto fue lo que me platicó.

“Cuando ya estábamos en edad de ir a bailes y eso, íbamos al Casino, por el Carmen. Y el Pasapoga, que era un bar como para parejas. Iba uno en forma cordial, a tomar algo, estudiantes o personas mayores. También me tocaron los bailes del Carolino.

“Esos bailes los organizaba la Federación de la Juventud Poblana, podían ser de Leyes, podían ser de Medicina, según ganara la federación de una escuela o la otra. Y hacían su negocio los muchachos, porque era un baile de blanco y negro, que era el baile de la federación.

“Los bailes eran para universitarios y todo tipo de gente y usaban los tres patios del Carolino con varias orquestas: Arcaraz, Beltrán Ruiz, Gonzalo Curiel, Pérez Prado, Agustín Lara; venían al menos tres orquestas, una para cada patio del Carolino. El segundo patio ya tenía prados, pero lo adaptaban para que se pudiera bailar.

“Eran bailes populares pero muy elegantes, teníamos que llevar traje negro o smoking. El piso que recuerdo estaba muy bien, se podía bailar bien, o en los pasillos, como son anchos, también bailábamos ahí.

Con los bailes se hacían de recursos para la federación, y una parte iba para la escuela, ya fuera leyes o medicina. Aunque, como siempre, hubo algunos vivales que salieron ricos de ahí.”

Magno murió una semana después, ya hace cuatro años.