miércoles, 8 de agosto de 2012

Familia telegráfica


Nací y crecí -junto con mis hermanos- a un lado de la oficina de telégrafos de Cuauhtémoc, Chihuahua, donde mi padre era el administrador y posteriormente mi madre fue la encargada de atender al público, hasta sus respectivas jubilaciones. Sus escritorios fueron nuestra sala de estudios, de juegos, de experimentación plástica, pues nunca nos faltaron papel, cartón, lápices, crayones, clips, cordón y lacra, que eran materiales muy usuales de aquel anticuado servicio telegráfico en donde todo se hacía literalmente con las manos.

De acuerdo a nuestra edad, nos fue tocando suplir momentáneamente a nuestra madre en la ventanilla de telegramas mientras ella realizaba otras tareas domésticas y, ya adolescentes, suplir al mensajero en sus vacaciones anuales repartiendo mensajes y giros por toda la población. No es exagerado, entonces, decir que éramos una familia telegrafista. Con los años los hijos fuimos creciendo y yéndonos del pueblo en busca de mejores horizontes. Mi padre nos fue colocando, llegado el momento, en la Dirección de Telégrafos del Distrito Federal, en el caso de Antonio, y en la Dirección de Telecomunicaciones para el caso de Jaime y el mío propio. Evelina quedó colocada en el Issste del estado de Chihuahua, siendo Alejandro, el menor, el único que no compartió estos oficios.

En estos modestos empleos pudimos estudiar nuestras respectivas carreras profesionales y acabar de hacernos mayores, fueron un trampolín indispensable para que aquellos jóvenes casi campesinos pudieran desenvolverse en la capital del país. La vida siguió y mis padres se jubilaron, nosotros buscamos y encontramos otras alternativas más acordes con nuestros intereses, mientras el telégrafo y toda su carga de sentimientos e historias quedaron atrás. Pero siempre tuvimos como seña familiar la de ser telegrafistas.

En su lecho de muerte, impedida el habla por el cáncer que le atrofió la garganta, pero lúcido y atento, mi papá me transmitió un largo mensaje con su dedo índice, en clave Morse, sobre el dorso de mi mano, del que sólo pude –o quise- interpretar que se iba con paz y me deseaba su mejor sentimiento. Pero hasta ese grado alcanzó a llegar el oficio de nuestras vidas, demostrándonos una vez más su utilidad.

La oficina de telégrafos era, pues, una prolongación de nuestra hogar, y por sus dimensiones y los tesoros que resguardaba, un sitio privilegiado de la casa. Tenía dos escritorios, la mesa del repartidor y, por supuesto, la mesa del equipo transmisor. Mis recuerdos en esa oficina tendrían que clasificarse por género y por edades, pues una parte muy divertida de mi vida ocurrió ahí.

Por ejemplo, como negocio, la oficina de telégrafos representó los primeros ingresos legales de mi vida –los primeros ingresos ilegales provinieron del pantalón de mi papá, pues por muchos años me tocó comprar el pan en el amanecer de cada día-; tenía un numerito muy bien montado con la empleada de la ventanilla, que era mi mamá, pero que en plan de negocios nos hacíamos los desconocidos. La red se cerraba cuando: “Señora, me puede escribir el telegrama”, nunca faltaba el cliente que no entendía cómo llenar el esqueleto amarillo de los telegramas. Mi cómplice respondía: “Mire, yo tengo prohibido hacerlo, pero hay un chamaco que por cincuenta centavos se lo hace.” Llámelo, por favor. Dinero fresco, contante y sonante. Llegué a ganar tres o cuatro pesos en una mañana, literalmente un dineral, considerando que mis emolumentos diarios ascendían a la modesta suma de veinte centavos.

Este mes mi papá cumpliría 88 años, pero hace diez murió. Él es una figura inamovible de mis recuerdos de aquella oficina de paredes verde “pistacho”, con una enorme caja fuerte, un mural no menor del cañón de Colorado y un pequeño busto algo magullado de Benito Juárez (intenté hacerle una copia en yeso y lo dejé un poco tieso); recuerdo a mi papá escribiendo en su máquina negra de pie, al estilo de Hemingwey, frente al mostrador; atendiendo de re-oreja las transmisiones que Palomino el operador recibía a través del Morse en el aparato sonador; siempre atento al servicio, a los horarios, a las responsabilidades; escribiendo con su ajigoleada caligrafía de telegrafista letras mayúsculas que parecían cisnes seguidos por una multitud de patitos garbosos de colitas paradas. Era mi casa, eran mis papás.

En la foto de los años cuarentas mi papá al centro.


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