domingo, 26 de agosto de 2012

No niño, sí héroe


El 26 de agosto de 1847 el general Nicolás Bravo miraba pensativo la ciudad de México desde una torre del castillo de Chapultepec; todo parecía en calma, aunque los yanquis avanzaban desde el oriente de la capital; Bravo no era un anciano a sus 61 años pero se sentía cansado y envejecido; había alcanzado más de lo que cualquier habitante de cualquier país pudiera desear como logros personales y patrióticos. Para esta fecha había sido tres veces presidente de México, era un indiscutido héroe nacional, pero desde muy joven fue un militar valiente y comprometido, se unió a Galeana en la lucha por la independencia, después al cura Morelos; fundó un periódico insurgente, creó fábricas de pólvora y participó en todas y cada una de las epopeyas mexicanas de la primera mitad del siglo XIX; se hizo cargo del país cuando Iturbide fue destronado y desde joven poseía una aureola humanitaria por la famosa anécdota de los 300 prisioneros españoles que Morelos ordenó matar para vengar el asesinato de su padre y que el militar guerrerense desoyó, perdonándoles la vida.

No cabía engañarse sobre falsas expectativas en la defensa del Castillo de Chapultepec. “Hace dos días los yanquis aplastaron al general Anaya en Churubusco, el día de mañana estarán aquí”, pensó el experimentado general. Sus pronósticos se cumplieron al pie de la letra, incluida la muerte de los niños mártires que defendieron con su vida los muros del castillo.

Nicolás Bravo no murió en la inútil defensa de Chapultepec, pero tampoco volvió a conocer victoria alguna. Se retiró a su hacienda de Chichihualco, en el estado de Guerrero, hasta que el 22 de abril de 1854, a los 68 años, muere el mismo día que su esposa en un extraño evento que suscitó toda clase de especulaciones. En 2010 sus restos fueron exhumados del Ángel de la Independencia para analizarlos y autentificarlos, aunque no se dio a conocer si acaso de investigó su muerte, si su deceso se debió a envenenamiento u otra razón certificable. Ni siquiera supimos si era él, si ellos eran ellos; lo único claro es que ninguno era un niño, aunque todos héroes.



sábado, 25 de agosto de 2012

jueves, 23 de agosto de 2012

En honor a...


Honrar grandes y pequeñas personalidades es algo que siempre se nos ha dado bien a los mexicanos; a veces ni siquiera necesitamos al sujeto entero para honrarlo, con un pedazo de su señoría nos las arreglamos para cantarle himnos y dedicarle santuarios en sitios estratégicos de nuestro andar nacional. Sólo así es posible explicar las pompas fúnebres dedicadas a aquella pierna de Antonio López de Santa Anna que le fue amputada en la batalla de Texas, o el brazo de Álvaro Obregón que le fue amputado en la Batalla de Celaya. Como quiera, había pretextos para la celebración. A la primera extremidad se le hizo una ridícula ceremonia fúnebre en la que fue enterrada con toda solemnidad en el panteón de Dolores, aunque a las cuantas semanas la pata de Santa Anna fue sacada de su fosa para arrastrarla por las calles de México, mientras el resto “serenísimo” del cuerpo huía de la capital. A la segunda extremidad se le construyó un mausoleo enorme en la plaza de San Ángel, el antebrazo de Obregón fue puesto dentro de un frasco que duró muchas décadas en inútil exhibición, pues ni siquiera podía dar la mano a los visitantes.

En las celebraciones modernas hemos andado escasos de héroes, al menos del tipo de “héroes” que justifican monumentos pagados con el erario público, lo que de antemano borra las posibilidades de erigir monumentos a cualquier “mártir” o “héroe” de alguna oposición. Los méritos de Luis Donaldo Colosio para sus monumentos difícilmente se discute, pues es mártir de algo, aunque sea de su propio destino, pero los de Juan Camilo Mouriño, a quien la semana anterior le fue inaugurada una estatua por la esposa del presidente, son más difíciles de encontrar; caerse en picada con su avión sobre la ciudad de México no parece mérito suficiente para ser petrificado en una plaza pública y menos con dinero de la nación. 

Mi capacidad para sorprenderme ha sido interrumpida este día al enterarme de la sala Jorge Hank Rhon en el remodelado Museo Tamayo del bosque de Chapultepec, reinaugurado el lunes por el presidente Calderón y su comitiva. La unión de los nombres de Rufino Tamayo y el propietario de los casinos Caliente me producen vértigo y vergüenza a la vez. Tengo a don Rufino como el más grande pintor de México y me parece un insulto que le hayan puesto a una de las salas de su museo el nombre de un señor que ha hecho su fortuna, en el mejor de los casos, con los juegos de azar y las apuestas equinas; él mismo un monumento vivo del mexicano oportunista, insensible y rapaz cuya estirpe es responsable de las calamidades culturales de nuestro México. Y en la cadena de las ignominias, está otra sala del museo llamada en su remodelación Angélica Fuentes Téllez… perdón ¿quién dice usted?, una dama más bien desconocida cuyo dinero le ha permitido ir a parar, al menos con su nombre, a un altar cultural que no merece y que distorsiona cualquier noción de la cultura para las generaciones venideras.  Resulta que la señora es la esposa del dueño del equipo de futbol Chivas del Guadalajara, quien pagó mucho dinero para tan desmesurado privilegio: Jorge Vergara, quien en su apellido ostenta el respeto que le merece el arte (no pude reprimir este breve homenaje a Salvador Novo que maliciosamente ironizó con el apellido de Luis Spota). Dentro de veinte años, un  niño parado afuera de estas salas, pensará que Jorge Hank y Angélica Fuentes serían quizás dos artistas contemporáneos de Tamayo o de quien sea, pero artistas al fin, distorsionando la memoria colectiva y la noción cultural en tanta gente.

Si se trata de dinero con qué pagar lo que antes se lograba con méritos, no nos extrañe que Bellas Artes cambia su nombre al de la hija de algún magnate; que la Cineteca inaugure la sala Chapo Guzmán y la residencia de los presidentes sea llamada ahora, porque lo pagó, “Casa presidencial Elba Esther Gordillo, antes Los Pinos”, como suele aclararse.

miércoles, 22 de agosto de 2012

En la sombra no hay sombra


Siempre que entro al edificio Carolino, el antiguo colegio de los jesuitas que pertenece hoy a la Universidad Autónoma de Puebla,  fantaseo con encontrarme la sombra de Carlos de Sigüenza y Góngora detrás de una columna, entrando muy campante del segundo patio y expresando alguna de sus pletóricas figuras poéticas: “cuando indultando a Delos por su Oriente” (¡y a ti de indultan el poniente!, me contengo a decirle), pero no puedo evitar el asalto gongoriano y fecundo que me impele a un  lenguaje florido y revanchista: “nada cambia, pues, triunfador parténico, por eso fuisteis expulsado de esta noble institución”, le recuerdo a la sombra sin posma.

A Sigüenza y Góngora debemos, probablemente, el famoso y popular proverbio de “te cayó el chahuistle”, pues fue su perseverancia y perspicacia científica la que descubrió la plaga de chahuistli que asoló el centro de México en 1691, tras las intensas lluvias de aquel mórbido verano que provocaron la escasez de alimentos; fue también cuando diez mil habitantes de la ciudad de México se levantaron en motín contra la hambruna y desataron un infierno de incendios y saqueos. Siempre práctico, Sigüenza salvó la biblioteca de la ciudad, ni más ni menos, sin poder evitar que a todos les cayera el chahuistle ese infausto día.

Este año cumplo la edad a la que muere Sigüenza y Góngora, cincuenta y cinco años, el día de hoy del año 1700; espero no morir el mes que viene, pero si ocurre, dono también mi cuerpo para el estudio de la ciencia, como él lo hizo. Y me despido igual, agazapado en la mancha oscura que refleja mi cuerpo en esa lóbrega pared de El Carolino: “Si en la sombra no hay sombra, si en la idea/ la mancha falta, no queriendo el Día/ que menos que de luz su cuna sea…” Pues que sea.

lunes, 20 de agosto de 2012

Si mi abuelita tuviera ruedas


En 1847, tras una derrota inexplicable –porque podrían haber hecho un mejor papel- de los mexicanos en Padierna, Distrito Federal, ante las tropas invasoras yanquis, son tomados prisioneros cientos de mexicanos e irlandeses del Batallón de San Patricio que se habían pasado al lado mexicano. La siguiente escala era el fuerte de Churubusco.

Para la defensa de Churubusco, el presidente Santa Anna eligió a un experimentado general que había participado en los movimientos de Independencia de los países centroamericanos y había apoyado el Plan de Iguala de 1924, aún cuando era hijo de españoles peninsulares: Pedro María Anaya, famoso ahora por haber recibido al General Zacarías Scott, jefe de los invasores, con una sorprendente declaración: “si hubiera parque no estaría usted aquí…”. Pero no había parque y todo mundo lo sabía, razón de más para que el general yanqui estuviera ahí, y en unos días más iría por el resto del pastel: el castillo de Chapultepec y la ciudad de México.

Como sea, el general Scott perdonó la vida al general Ayala y al cabo de dos meses consintió que fuera nombrado presidente de la república ocupada, cargo que detentó de noviembre de 1847 a enero del siguiente año, y un año después, resultó gobernador del Distrito Federal. Tal vez nadie recordaría al general Anaya de no haber pronunciado tan célebres palabras, irónicas a la vez que fatalistas. Tal vez pudo haber dicho también: si ustedes no fueran nuestros vecinos tampoco estarían aquí. O alguna otra ocurrencia parecida a ese refrán que cada vez se escucha menos en México, pero que hace pocos años utilizamos a discreción: si mi abuelita tuviera ruedas… ¡sería una bicicleta!

viernes, 17 de agosto de 2012

La abdicación


Comités ciudadanos. Se trata de pequeñas dependencias que no impactan directamente el presupuesto de las instituciones, ya que generalmente son honoríficas. Ostentan nombres muy pomposos, de aspecto importante: órganos de decisión; unidades de preservación, comités, comisión, oficinas de consulta. Generalmente no funcionan y cuando lo hacen, no están dispuestas a pensar. Sean testigos de cómo se aplican programas predeterminados, añejos, caducos por la propia dinámica de la burocracia.

Estos grupos de decisión generalmente existen como organismos anexos a las dependencias y son  supuestamente los que deciden y testifican la aplicación de los recursos sociales, en cuyas sillas deberían estar sentados representantes de los sectores sociales interesados: escritores, comunicadores, académicos, que la mayoría de las veces aceptan tan alta distinción y se reúnen en sesiones pobremente productivas, que en realidad no discuten ni promueven otra cosa que las condiciones lamentables en que se las encuentran, con sedes itinerantes e improvisadas. ¿Por qué no se suprimen esas dependencias que sólo alimentan la demagogia y el servilismo? San señor secretario y el Altísimo señor gobernador. Lo que ha podido ver la ciudadanía es que esos órganos de decisión no deciden ni hacen en realidad nada, al menos nada original, nada verdaderamente interesante, nada que impacte en la vida pública, que resuene en los rincones de las casas, en la gente, en los niños y las mujeres.

No lo vemos en la ecología, en la cultura, en la educación, que es donde los gobiernos –no sólo de México- deberían a atreverse a discernirlo. Pero ni siquiera se discuten. Mi análisis de treinta páginas apenas fue leído por uno de mis colegas vocales. El director no lo entendió. No se dijo nada, no se discutió. Esta fue mi carta de renuncia:

Estimado compañero: con tristeza leí tu carta peripatética que calificas de tragicómica, donde nos narras tus últimas batallas contra los molinos de viento de la burocracia federal y estatal,  particularmente la estatal. No se sabe si es un problema de antipatías, negligencia o verdaderas razones administrativas y políticas que evidentemente no has sabido o podido manejar por múltiples razones. Por desgracia no está en las facultades de la Comisión hacerle frente a la sinrazón de los retrasos y la mala comunicación entre las instancias oficiales que también la componen. Sus fundamentos nos piden que discutamos la cultura popular y la aplicación financiera del estado y la federación a ese fenómeno social, no que veamos si hay grapas en la engrapadora ni que cuidemos que se pague la luz. Todas esas cosas ocurren por la falta de voluntad política de parte de quienes deben encargarse de ello, pero no nosotros, un grupo de ciudadanos que de buena voluntad aceptamos formar parte de una instancia honorífica de decisión y discusión sobre el tema de la cultura popular, cosa que lamentablemente nunca ocurrió.

Ahora recibimos tu carta lamentosa entreverada en un lenguaje que combina lo críptico de las antiguas células clandestinas con la desinhibición del moderno talk show. Primero pides discreción y luego hablas de que “los proyectos” de cultura popular molestan a ciertas personas. ¿A quién te refieres? ¿de qué proyectos hablas? ¿Es eso fomentar la discreción? No creo que esa sea la política más recomendable para la Comisión, la de las facciones, las víctimas. Después lanzas un lamento moribundo, convocas a una “sesión extraordinaria” de la Comisión y terminas sentenciando que “el futuro está en sus manos”, o sea en las nuestras.

Mi propio despecho. La carta pública que extendí a los miembros de la Comisión no fue para hacer grilla o por un mero impulso de exhibicionismo intelectual. Se trataba de un recuento académico, honesto y pedagógico para intentar iniciar un debate en la Comisión en torno a la cultura popular, como se estipula en el reglamento que le da sustento. Es una pena que no tengas vales para gasolina, pero esa no es nuestra función, sino la de discutir la cultura popular. Tu respuesta a mi carta no la hiciste extensiva a todos los miembros de la Comisión, mucho menos hiciste llegar mi escrito al resto de los miembros, cuyo correo electrónico desconozco y que, a mi juicio, era tu obligación, pues eres la parte vinculadora. “Vean, esto opina Fulano”. Pero no, mejor echémosle tierra y pelemos los dientes socarronamente cuando salga el tema a colación, enviémoslo al desván de las discusiones. ¿En la orden del día? ¡Qué va! No es para tanto. Los de la Comisión –los ciudadanos, digo, las fuerzas vivas representadas en esta demagógica instancia- sólo deben convalidar con su voto los despojos del fatigado programa bonfilista y la miseria restante del presupuesto anual. Favor de levantar la mano.

Pertenecí a  la Comisión hace muchos años, en el siglo pasado, pero renuncié porque me pareció una pérdida de tiempo. Acepté en 2005 para enterarme qué cosa era, pues, eso de la Comisión, la instancia estatal para la discusión y aprobación de proyectos de culturas populares. Un año estuve observando, leyendo, cavilando. Acepté nuevamente en 2006 porque creo firmemente que los organismos ciudadanos deben de tener presencia en las decisiones de los gobiernos, siempre que se pueda. Un día hice mi aportación con ese documento que me costó mucho tiempo redactar, terminar, pulir. Me pareció que eran argumentos serios que buscaban darle dignidad a un organismo muerto al que quieren mantener discutiendo si los corren de este lugar o de aquel otro, si Fulano no ha cobrado sus viáticos o si les irán a cortar la luz. Sobre mis argumentos: silencio. Por increíble que parezca: “no está en la orden del día”. Pero escribe más, mantente escribiendo, me pediste. Nadie leyó mis argumentos porque nadie los recibió con tiempo y recomendación de tu parte. En nuestra reunión mensual no mereció cinco minutos de análisis; bueno, ni siquiera su mención de tu parte y mis alegatos resultaron incomprensibles, pues de por sí priva la apatía en aquellas cosas que nos obliguen a leer más de diez líneas. Así no se puede. Me voy como el Jibarito, pues luego de haber redactado loco de contento mis argumentos, me retiro llorando por el camino.

Seguiré aceptando representar  a los simples ciudadanos siempre que tenga el honor de hacerlo, como lo que sea que represente yo de la sociedad. Me parece que esa es la vía de la democracia. Tal vez me siga decepcionando y renuncie una y otra vez a esos organismos ciudadanos creados para la discusión plural de nuestras preocupaciones nacionales. Es prioritario que lo hagamos todos y que tratemos de hacerlo bien, pero no para cumplir los requisitos de una burocracia necesitada de convalidación social, sino para discutir los amplios e importantes fines para lo que son creados los organismos ciudadanos. Por tu atención  –tal vez esto sí sea tragicómico-, muchas gracias.

Bueno, compañeros, huelga decir que esta carta es mi despedida, mi renuncia oficial. Tal vez sólo faltó química discursiva, eficacia, orden, pues guardo para mí sus respectivas amistades. También al resto de las amables personas y funcionarios que nos acompañaron. Que güeva me dan.



miércoles, 8 de agosto de 2012

Familia telegráfica


Nací y crecí -junto con mis hermanos- a un lado de la oficina de telégrafos de Cuauhtémoc, Chihuahua, donde mi padre era el administrador y posteriormente mi madre fue la encargada de atender al público, hasta sus respectivas jubilaciones. Sus escritorios fueron nuestra sala de estudios, de juegos, de experimentación plástica, pues nunca nos faltaron papel, cartón, lápices, crayones, clips, cordón y lacra, que eran materiales muy usuales de aquel anticuado servicio telegráfico en donde todo se hacía literalmente con las manos.

De acuerdo a nuestra edad, nos fue tocando suplir momentáneamente a nuestra madre en la ventanilla de telegramas mientras ella realizaba otras tareas domésticas y, ya adolescentes, suplir al mensajero en sus vacaciones anuales repartiendo mensajes y giros por toda la población. No es exagerado, entonces, decir que éramos una familia telegrafista. Con los años los hijos fuimos creciendo y yéndonos del pueblo en busca de mejores horizontes. Mi padre nos fue colocando, llegado el momento, en la Dirección de Telégrafos del Distrito Federal, en el caso de Antonio, y en la Dirección de Telecomunicaciones para el caso de Jaime y el mío propio. Evelina quedó colocada en el Issste del estado de Chihuahua, siendo Alejandro, el menor, el único que no compartió estos oficios.

En estos modestos empleos pudimos estudiar nuestras respectivas carreras profesionales y acabar de hacernos mayores, fueron un trampolín indispensable para que aquellos jóvenes casi campesinos pudieran desenvolverse en la capital del país. La vida siguió y mis padres se jubilaron, nosotros buscamos y encontramos otras alternativas más acordes con nuestros intereses, mientras el telégrafo y toda su carga de sentimientos e historias quedaron atrás. Pero siempre tuvimos como seña familiar la de ser telegrafistas.

En su lecho de muerte, impedida el habla por el cáncer que le atrofió la garganta, pero lúcido y atento, mi papá me transmitió un largo mensaje con su dedo índice, en clave Morse, sobre el dorso de mi mano, del que sólo pude –o quise- interpretar que se iba con paz y me deseaba su mejor sentimiento. Pero hasta ese grado alcanzó a llegar el oficio de nuestras vidas, demostrándonos una vez más su utilidad.

La oficina de telégrafos era, pues, una prolongación de nuestra hogar, y por sus dimensiones y los tesoros que resguardaba, un sitio privilegiado de la casa. Tenía dos escritorios, la mesa del repartidor y, por supuesto, la mesa del equipo transmisor. Mis recuerdos en esa oficina tendrían que clasificarse por género y por edades, pues una parte muy divertida de mi vida ocurrió ahí.

Por ejemplo, como negocio, la oficina de telégrafos representó los primeros ingresos legales de mi vida –los primeros ingresos ilegales provinieron del pantalón de mi papá, pues por muchos años me tocó comprar el pan en el amanecer de cada día-; tenía un numerito muy bien montado con la empleada de la ventanilla, que era mi mamá, pero que en plan de negocios nos hacíamos los desconocidos. La red se cerraba cuando: “Señora, me puede escribir el telegrama”, nunca faltaba el cliente que no entendía cómo llenar el esqueleto amarillo de los telegramas. Mi cómplice respondía: “Mire, yo tengo prohibido hacerlo, pero hay un chamaco que por cincuenta centavos se lo hace.” Llámelo, por favor. Dinero fresco, contante y sonante. Llegué a ganar tres o cuatro pesos en una mañana, literalmente un dineral, considerando que mis emolumentos diarios ascendían a la modesta suma de veinte centavos.

Este mes mi papá cumpliría 88 años, pero hace diez murió. Él es una figura inamovible de mis recuerdos de aquella oficina de paredes verde “pistacho”, con una enorme caja fuerte, un mural no menor del cañón de Colorado y un pequeño busto algo magullado de Benito Juárez (intenté hacerle una copia en yeso y lo dejé un poco tieso); recuerdo a mi papá escribiendo en su máquina negra de pie, al estilo de Hemingwey, frente al mostrador; atendiendo de re-oreja las transmisiones que Palomino el operador recibía a través del Morse en el aparato sonador; siempre atento al servicio, a los horarios, a las responsabilidades; escribiendo con su ajigoleada caligrafía de telegrafista letras mayúsculas que parecían cisnes seguidos por una multitud de patitos garbosos de colitas paradas. Era mi casa, eran mis papás.

En la foto de los años cuarentas mi papá al centro.


miércoles, 1 de agosto de 2012

Gore el apóstata


Si alguien me preguntara a bote pronto por los tres libros más importantes de mi vida tal vez podría trastabillar, pero sin duda un santo nombre acudiría en mi auxilio y me daría la luz para sacar una respuesta rápida y cierta: Gore Vidal. Es decir, no que sea difícil recordar tres títulos importantes en las lecturas de la vida, pero los tres libros “que marcaron mi vida” sí merece una reflexión algo más mesurada. Como probablemente  te habrá ocurrido a ti después del desliz del candidato, he pensado en algunas respuestas a esa pregunta. Creo que una de ellas tendría que considerar las distintas edades del lector que soy, pues Pregúntale a Alicia fue un libro muy importante a mis 14 años y El Lobo Estepario lo fue a los 16; o tendría que partir por las modas temporales, los países de los autores, las selecciones marcadas por las diferentes aficiones que llegan a nuestra vida y se van; una vez me leí la historia de la danza en México porque me gustaba una bailarina.  Más que tres libros podría tratarse de países o autores que forman unidades temáticas o genéricas, como la novela.

Mi llegada al DF en el 76 fue marcada por la lectura de Nietzsche, la etapa universitaria por Eco (El Nombre de la Rosa) y mi larga etapa postestudiantil por este autor que me ocupa hoy y que el día de ayer pasó a formar parte de los grandes escritores muertos: Gore Vidal, un autor que me marcó una línea de pensamiento y distintos métodos de reflexión; como nunca, al leerlo pude ligar la vida contemporánea con la historia, la historia con la literatura, el pensamiento humano con el arte de escribir, la ficción y la realidad en que se halla inmersa la vida de los hombres, o al menos la mía. No es la historia un testimonio verídico ni la novela una invención, Vidal me hizo entender que podría ser exactamente al revés.

Por otra parte, decir que conoce uno la obra de un autor tan prolífico como Vidal no deja de ser, al menos en mi caso, una ingenua reclamación. Nunca leí ninguno de sus veintitrés libros de ensayos, ninguna de sus siete obras teatrales, y de sus veinticinco novelas leí a instancias de mi hermano Antonio media docena: Burr, 1776 (que me marcó), Lincoln,  Washington, DC, La ciudad y el pilar de sal y  Creación (que también me marcó), más o menos en ese orden, además de dos de sus libros de Memorias. Es decir, apenas lo conozco, lo que le da mayor relevancia al grado en que Gore Vidal ha influido en mi vida.

Omito la expresión común para el que muere “que descanse en paz”, pues Gore Vida parece nunca haber sabido descansar y la paz no fue precisamente su estado de ánimo predilecto; su vida fue un torbellino de placeres profundos y prohibidos, chisme y abundancia. Supo combinar sabiamente - y llevarlas al extremo- las posibilidades del cerebro y las del cuerpo. Y hasta ayer vivió 86 largos años para contarlo.