viernes, 27 de julio de 2012

Gates, datos y alegatos

En medio de la nueva confusión electoral y en una prolongada sequía de novedades de lectura, tomé de mi librero un viejo y deshojado libro que había leído en los años ochenta sobre el escándalo electoral de Watergate: Todos los hombres del presidente, de los periodistas del Washington Post Bob Woodward y Carl Berstein, editado por BestSellers Origen Planeta en 1984. Todo bien hasta la página 46, luego hubo que leerlo por hojas, por bloque, con portada y sin ella. Incómodo pero legible, y muy interesante por coincidir precisamente con los alegatos de la compra de tarjetas Monex y Soriana por parte del PRI para la adquisición de una nueva era presidencial.

Guardada toda proporción, pero respondiendo al desaliento que ampara a las huestes de López Obrador sobre que “ya nos volvieron a fregar”, déjame decirte que ese desaliento es el mismo que vivieron aquellos protagonistas de escándalo de Watergate al ver que la fecha de la reelección de acercaba y nada ocurría con su puntillosa investigación; finalmente el día llegó, Richard Nixon ganó con holgura y el Washington Post se quedó con las manos llenas de datos deshilados y una profunda insatisfacción, pues para entonces no había duda de que los que habían financiado los actos de escucha ilegal en el edificio Watergate, el 17 de junio de 1972, pertenecían al Comité de reelección del Presidente Nixon, Howard Hunt y Gordon Liddy, aunque todavía no podían probarlo.

Nixon asume su segunda presidencia en enero de 1973, pero las aguas para nada se habían serenado. Transcurrió todavía un largo año para que la comisión investigadora del Senado de Estados Unidos y el Gran Jurado federal demostraran, en marzo de 1974, la participación del Presidente Nixon en una conspiración para obstruir la acción de la justicia y se hiciera efectivo el encarcelamiento del jefe de personal de la Casa Blanca, H.R. Haldeman, y del consejero presidencial John Ehrlichman, con lo que casi terminaba el gate del water, que finalmente culminó con la dimisión del presidente Nixon la tarde del 8 de agosto de 1974, dos años después del altercado del edificio Watergate.

Los héroes resultaron este par de reporteros Woodward y Bernstein, que fueron premiados con el prestigiado premio Pulitzer, y un personaje oscuro como las sombras llamado en la investigación Garganta Profunda, nombre de una popular cinta pornográfica de la época, que en 2008 pudimos saber que se llamaba William Mark Felt, subdirector del FBI, que transmitió a Woodeard los tips más importantes de la investigación.

Por lo tanto, no desesperen y sigan jalando el hilo. Exageran quienes dicen que necesitamos otro país para que ocurra algo, es decir, para que una elección presidencial pudiera repetirse debido a las toneladas de evidencias que existen; no nos vendrían mal un par de reporteros profesionales, aunque a mi modo de ver Aristegui lo está haciendo muy bien; luego una comisión investigadora imparcial, un poco más complicado; una suprema corte que mirada la ley y no los famosos intereses nacionales, peliagudo, ciertamente; una garganta profunda mexicana que decidiera vestirse de héroe y finalmente unas autoridades electorales que aplicaran con todo rigor las dichosas reglas electorales. Entonces veríamos lo inconcebible. Digo, no está fácil, pero la esperanza es lo último que muere.

jueves, 19 de julio de 2012

Vivir para contarlo


Hace algunos años concurrir a una oficina publica a realizar casi cualquier trámite era penetrar al castillo de Kafka, convenía no comer demasiado por los nauseabundos humores a garnachas que emanaban de los escritorios y no ir en ayunas, pues las esperas podían prolongarse más allá de las horas de comer. Tras una larga fila, un  burócrata con mayonesa en los bigotes lo atendía a uno y llenaba de grasa nuestro importante documento para indicarnos con descarada indiferencia que ese  trámite correspondía a la siguiente ventanilla, donde aguardaba otra impresionante fila de tramitantes.

Tal vez parezca exagerado. Y tal vez lo sea, pero a la distancia la memoria adulta de hoy tiene esos recuerdos vagos de aquella burocracia, el horror de la espera, la paciencia inaudita, el desorden y el desdén de aquellos funcionarios públicos que tras las ventanas de big brother contaban parlanchines sus andanzas nocturnas, los guisos de la suegra o los zapatos de charol de aquella tienda que una funcionaria iba a comprar en la quincena. ¡Zaz! Por fin el sello de tinta azul sobre la esquina inferior derecha de nuestro documento, sólo faltaba el de la izquierda. Y dale a otra fila, más historias de insolente intimidad, tortas, burritas, refrescos de distintos colores; chalupas con salsa verde y roja, tlacloyos y pequeños tacos sudados de papa que aguardaban en fila penetrar las fauces de aquellos cachetones tras las montañas de documentos. Y bueno, tal vez no lo sepas o no lo hayas pensado aún: no había computadoras. Endemoniadas maquinazas negras y pesadas eran aporreadas por los elementos de servicio con un  ruido industrial. Sobre un rodillo en la parte superior aquellos armatostes vomitaban documentos frecuentemente emborronados por el teclazo mal habido, el apuro o simplemente la mera negligencia de hacer mal algo, de hacerlo desaseado. ¡Zaz!, por fin el sello se imprimía sobre la esquina inferior izquierda y el ciudadano era libre de transitar hacia su casa. Ha terminado este suplicio, no importan las tres o cuatro horas, los malos tratos, el nauseabundo ambiente de cigarros y grasa, la multitud de rostros sudorosos, el sabor a centavo, los mareos, el desmayo de la señorita, el policía con el palillo, los descarados coqueteos del jefe, el bebé llorando, el pañal del bebé, el olor del pañal. Ahora era libre, la calle con su aire caliente parecía el paraíso.

Todo eso es cosa del pasado, por lo menos en las oficinas del SAT, que no son otra cosa que la hacienda pública. Para empezar, uno hace cita a través de Internet y propone el día y la hora en los que puede uno acudir. El sistema te acepta. Venga tal día a tal hora. Puntuales, como debe de ser, los usuarios se presentan y hacen una breve fila para ser distribuido a alguno de los cubículos donde lo atenderán. Un gordito muy amable lo saluda  a uno: buenos días, señor ¿qué trámite va a efectuar? Firma electrónica, responde el usuario. Tome –le extiende un boletito-, haga el favor de pasar a la sala de espera y en la pantalla se le indicará el número de cubículo que lo atenderá. El sistema dice que el cubículo 48, donde una amable y elegante señorita lo hace sentar a uno en una silla y escucha su requerimiento. Vaya a la sala de computación a que le den una copia del formato, luego vuelve conmigo. En la sala de computadoras un eficiente funcionario me atiende de inmediato y me da instrucciones para llenar mi documento en la pantalla, luego lo imprime. Regreso con el documento en la mano. La señorita me recibe con una falsa sonrisa, pero sonrisa al fin, siento que estoy con aquellos funcionarios que atienden a Edgar G. Robinson en aquel clásico de los sesenta Cuando el destino nos alcance, veinte minutos de extrema amabilidad a cambio de convertirlo en galletas. Ahora yo me entrego a estas atentas autoridades para que conviertan mis pobres emolumentos en galletas, pero así es la cosa. Copelas o cuello, decía el chinito de los millones de Polanco. Pero el gusto de ser bien tratado nadie me lo quita, sinceramente me sentí en otro país, con otra clase de derechos ciudadanos. Salí muy contento pensando en que México ya es otro país. Tal vez es otro, quizás, especulaba distraído y si no es por una amable señora que me jaló del brazo un camión de la ruta 67 me hubiera hecho papilla. Por lo menos hubiera muerto con dignidad. Digo ¿no?

lunes, 16 de julio de 2012

Cultura de la prevención


Hablar de la cultura de la prevención desde una perspectiva callejera –es decir, no especializada, ni jurídica, ni médica, sino ciudadana-, lleva a pensar que se trata de algo obvio sobre los riesgos que nos depara la vida. Pues sí, vivir es sumamente peligroso. Y el riesgo obvio de estar vivo es que te puedes morir en cualquier momento si bajas la guardia, para usar un concepto boxístico. Bien pensado, casi cualquier cosa te puede causar un grave daño o te puede matar. El boxeador de referencia, después de estar recibiendo uppercut en la cabeza durante quince años es posible que sufra de coágulos cerebrales que un buen día le apagarán la luz. Pero son casos extremos, muy poca gente es boxeadora y quien se mete en esa profesión sabe o debería saber a qué atenerse. Es como esos “deportes” en motocicletas, bicicletas o patines en donde se expone la vida a cada instante, o el torero que se arriesga frente a un animal de 500 kilogramos cada domingo; alpinistas y buzos, aviadores, cirqueros, electricistas y policías; últimamente los periodistas han resultado en México profesionales de alto riesgo.

Pero la gente común vivimos otro tipo de riesgos y como somos la mayoría constituimos el elemento clave de la cultura de la prevención. “Más vale prevenir que lamentar”, decían los abuelos. Y sí, es lamentable un cáncer de pulmón después de varias décadas de estar enchufados a un cigarro o enfermedades cardíacas derivadas de nuestro gusto por las carnitas de cerdo y las hamburguesas; o diabetes debido a nuestra propensión por las bebidas de cola tan publicitadas. La cultura de la prevención, pues, implica un compromiso personal, que en el ámbito familiar se convierte en social, a favor de la mesura, el equilibrio, la sensatez. Nadie dice que no te comas el 10 de mayo unos buenos tacos de carnitas, que son deliciosos, pero ir cada fin de semana a ponerte un atracón es otra cosa.

La cultura de la prevención es compromiso con nosotros mismos, con los nuestros y con el mundo. Cuando yo era niño, hace ya muchas décadas, tirar basura en la calle era algo común. Comprábamos un dulce y ahí afuera de la tienda lo desenvolvíamos y a comer se ha dicho. El envoltorio no era una preocupación de nadie, pues tampoco había muchos basureros que digamos. Mis hijas, en cambio, desde muy pequeñas, tuvieron conciencia de que la basura debía ir directamente a un basurero, y si no había uno a la mano, papá la llevaría en el bolsillo hasta encontrar alguno. No sé si fue algo que les enseñé yo o lo aprendieron en la escuela. O ambos. Se llama cultura y civilidad.

La cultura de la prevención de riesgos es compromiso y participación en la que todos estamos coludidos. Necesita de la participación de todos y su única intención es mejorar nuestras vidas. Es un proceso de aprendizaje que empieza en la escuela primaria pero que dura toda la vida. Sólo así es posible que funcione, cuando se convierten esos pequeños rasgos en costumbres y comportamientos colectivos.

miércoles, 11 de julio de 2012

Yul


Cuando yo era pequeño ser pelón no era un asunto sencillo, pues había muchos más prejuicios que ahora para permitirle una vida fácil a quien carecía de pelo. En tiempos de los metrosexuales deportivos calvos como una bola de billar, es difícil imaginar cómo hace cuarenta años ser calvo podría una maldición masculina (femenina, supongo que sería una tragedia), que en muy pocas excepciones podía inclinarse hacia un aspecto positivo. La excepción que rompió la regla a mediados del siglo XX fue el actor de origen ruso Yul Bryner, pelón como una naranja pero, al parecer, no natural, que basó en su brillante calva buena parte de su éxito puesto que quedaba que ni mandado a hacer para cualquier cantidad de personajes peliculescos que sugirieran un origen de los Cárpatos para “allá”, es decir: egipcios, rusos, mongoles y orientales en general.

Yul, cuatro años y trece días mayor que mi padre, fue la única licencia que Aída tuvo para expresar públicamente su gusto por otro hombre. Y hasta donde recuerdo la tolerancia de Antonio fue total. Así fue como en aquellos jueves y viernes de cine cuauhtemense ella disfrutó con fruición Anastasia, co-protagonizada por Ingrid Bergman, El Rey y yo (no lo puedo recordar, pero me parece que estaba embarazada de mí cuando la vio en el cine Plaza); Salomón y la Reina de Saba y Los diez mandamientos que ya pudimos ver juntos en el cine Variedades. Tú ya no lo recuerdas, querida, pero yo lo hago por ti.
Hoy, el gran pelón hollywoodense cumpliría 92 años de no haber muerto a los 65 en 1985 de cáncer pulmonar pues, como tú, fumaba como chacuaco. De niño nunca le vi el menor atractivo y llegué a considerar que tu ruidoso gusto por Yul Bryner era una broma; ahora, tras haber nadado toda la vida en el mar de los prejuicios, comprendo mejor aquellos latidos de tu corazón.  

martes, 10 de julio de 2012

El Cid


En el lejano y medieval año de 1099, muere en Valencia Rodrigo Díaz de Vivar, el heroico Cid Campeador,  que de acuerdo a aquella leyenda hollywoodense caracterizada por Charlton Heston y Sofía Loren, ganó su última batalla cabalgando muerto su caballo.
Sirve como metáfora la historia del Cid para ejemplificar la cantidad de cadáveres que ganan batallas todos los días, y otros tantos muertitos que hacen la lucha por ganarlas, aunque no lo logren. El Cid anduvo en aquellas cruzadas descabezando moros y moras a derecha e izquierda y su principal motivación en la vida era ver casadas a sus dos hijas con algún buen partido medieval, de preferencia reyes. Pero el Cid se enemistó con el Rey de Castilla y tuvo que huir, mejor se fue a la guerra, chamba recurrente en aquellos tiempos en la que era bastante competente.

Lo penoso de todo el asunto es que, cuando uno se toma el trabajo de leer el largo poema del Mío Cid, sucede que don Rodrigo muere de viejo en la Sevilla medieval, muy contentito por haber casado a sus hijas nada menos que con los hermanos Carrión –no los músicos mexicanos de las cerezas maduras, sino otros hermanos Carrión-, que entre otras cosas reinaban Navarra y Aragón, que finalmente se casaron con doña Elvira y doña Sol, las dichosas hijas del Cid y doña Jimena.

Todo este cuento para explicar cómo el Cid no murió en su caballo, ni ganó muerto una batalla. Sí murió, en los días de Pascua, pero en su cama. El poema termina con pronósticos optimistas:

“Esos dos reyes de España ya parientes suyos son,
y a todos les toca honra por el Cid Campeador.
Pasó de este mundo el Cid, el que a Valencia ganó:
en días de Pascua ha muerto, Cristo le dé su perdón.
También perdone a nosotros, al justo y al pecador.
Éstas fueron las hazañas de Mío Cid Campeador:
en llegando a este lugar se ha acabado esta canción.”

Y lo que pienso ahora es que así no tiene chiste.

viernes, 6 de julio de 2012

Transporte en Puebla


A todos nos gustaría tener un vehículo grande y fuerte para transportarnos por la ciudad de Puebla, pero eso no es posible, primero porque no todos tenemos con qué comprar un vehículo grande y fuerte, segundo porque serían tantos los vehículos que las calles de nuestra ciudad se convertirían en un enorme estacionamiento por la falta de espacio para circular.

De los 5 millones 779 mil habitantes en el Estado que se revelaron en el último censo del año 2010, 1 millón 539 mil transitamos diariamente por la ciudad de Puebla y su zona conurbada. Imagina que hubiera ocho veces más vehículos que los que actualmente transitan por las calles de Puebla. Bueno, mejor no lo imagines, pero sería un caos, pues con los 200 mil vehículos que actualmente circulan tenemos suficiente, aunque año a año se agregan más. En los últimos 10 años, para tener una idea, en la ciudad de Puebla los vehículos crecieron 82.7 %, es decir, por cada diez vehículos que había hace una década ahora hay dieciocho.

De los 200 mil vehículos que circulan actualmente 160 mil pertenecen a las familias e individuos que tienen la fortuna de contar con auto particular, lo que quiere decir que, el resto, 1 379 000 habitantes, tienen que moverse en transporte de pasajeros (peseras, autobuses, taxis). La cifra no es exacta porque las familias tienen más de un miembro y viajan juntas, por lo que habría que descontar algunos cientos de miles de esa cantidad, pero nos da una idea.

Entonces, de los 200 mil vehículos, 40 mil pertenecen al transporte colectivo que se las tiene que arreglar para transportar a un millón de habitantes al día, unos veinticinco ciudadanos por unidad, pero ojalá la realidad fuera tan sencilla como las sumas y las restas, los famosos promedios; lo cierto es que a horas pico vemos los transportes públicos atiborrados.

Un vochito pesa media tonelada, lo que quiere decir que dos vochitos hacen una tonelada. Eso nos da una idea para imaginar lo que representan 507 mil toneladas de gases tóxicos que anualmente dispersamos en el ambiente de la ciudad de Puebla, residuos de los vehículos que usamos y de la industria, los hogares y otras causas naturales, como nuestro mustio volcán, que aportan en esa contaminación. Pero los vehículos son los principales, el equivalente a un millón de vochitos amontonados. No podemos, por el momento, imaginar una solución a este gran problema que no sea lo obvio: mejorar el sistema de transportes. ¿Viajarías en autobús si fuera un servicio eficiente y agradable?, lo podemos ir pensando. Entre más gente lo piense mejor.

¿Qué necesitaría un adulto como el que escribe, digamos, un cincuentón, para que el transporte público fuera más agradable y eficiente? ¿Nuevas rutas? No. ¿Nuevas tarifas? Mmm, no. ¿Nuevas unidades? No, tampoco. ¿Qué, entonces? Un poco de civilidad en los conductores, un poco de orden en la forma en que las autoridades permiten conducir a esos choferes. Es decir, aplicar la ley, sancionar, retirar licencias. Los choferes son gente como uno, tienen responsabilidades familiares y sociales al igual que todos; temen, por supuesto, quedarse sin empleo. Manejan así porque no hay nadie que se los impida. Cuando se accidentan llegan sus “licenciados” y los sacan del atolladero. Los agentes de tránsito no los ven, los inspectores de comunicaciones ¿existen?, los políticos y funcionarios de gobierno nunca se suben a un transporte colectivo. En fin, la palabra es impunidad.