domingo, 14 de junio de 2009

Hermano

Cuando naciste, hace 43 años, teóricamente yo era el rey de la casa. Por primera vez supe lo que significaba la presión social. Se suponía que yo, a mis nueve años, estaba celoso de tu repentina aparición y era menester cuidar mis pasos porque no se sabía muy bien cuál sería mi reacción. Hicieron bien, porque ya sabes que nunca fui muy equilibrado pero, a decir verdad, yo no tenía ninguna expectativa ni a favor ni en contra de ti; sorpresivamente apareció un bebé que pasaba a formar parte de la numerosa familia de telegrafistas. Ahora éramos cinco. Yo, en efecto, era el pequeño pero también estaba creciendo y a los nueve años ya tenía alguna perspectiva. La aparición de un bebé, por hermano que fuera, en realidad no me afectaba, en la medida en que no estorbaba ni mis juegos ni mis planes. Yo era un niño en la adultez de la niñez, tenía mi vida más o menos armada, dejar de ser el menor no implicaba ninguna verdadera amenaza a mis privilegios e, incluso, incrementaba un poco mi libertad. Todo esto no lo pensé entonces, desde luego, lo imagino ahora. Mi recuerdo se limita a tu llegada del Hospital Nuevo en los brazos de Aída y que eras un bebé regordete con unos hoyitos primorosos en las mejillas. Quedé fascinado con la adquisición. Pasaste a formar desde entonces parte de mi vida cotidiana y, eventualmente, a ser una figura familiar con la que habría de convivir casi diez años. La mayoría del tiempo eras más bueno que el pan, sensible, risueño y chillón. Cuando agarraste maña te volviste un poquito díscolo. Así pasaron esos años en que tú creciste, cumpliste tres y yo doce; después tenías seis y yo quince, Entraste a la primaria cuando yo encendía mi primer cigarro y salía con mi primera novia. Fue entonces que me volví un pequeño adulto indiferente y me separé de ti creo que para siempre, me volví un hermano lejano. Mi emigración a la ciudad de México no hizo sino incrementar esa distancia. Paradójicamente, fui tu único hermano cotidiano, pues tus otros dos hermanos -casi tíos-, fueron muy mayores para convivir contigo. Jaime cumplía trece años cuando tú naciste, mientras Tono ya no vivía en la casa a sus 15, estudiaba en Chihuahua. Con Evelina es otra historia. Todos fuimos muy amorosos contigo, pero la leyenda negra de mis maltratos obedece a que fui en realidad el único hermano con el que conviviste, de niño a niño, como es habitualmente la relación entre los hermanos. Cuando tú y los primos de tu edad nacieron, la familia entera entraba en otra etapa. La muerte de mi abuelito fue la separación de dos generaciones entre la antigua y la nueva familia Rocha, un parteaguas que divide dos momentos diferentes de la vida familiar. Así de poderoso era ese señor. Unos días después de aquella muerte nacieron los gemelos Portillo e inauguraron la última camada de los primos hermanos. Ocho meses después naciste tú y te siguieron muchos más que pasaron a ser los seres pequeños de la familia, los nuevos, la última generación que, cosas del destino, me tocó encabezar, pues era el mayor –junto al lejano Hugo Tafoya, que apenas participó–, cosa que hice, creo, con relativa eficiencia, pues pastoree una docena de chiquitos que nunca tuvieron un verdadero accidente, es decir, los cuidé, como era mi responsabilidad. Todos nos cuidamos. Por supuesto, en esa bola tenías un lugar prominente en mi imberbe escala de valores, pues eras mi hermanito y mi más cara responsabilidad, respondería con mi vida ante cualquier peligro y, sin tanto dramatismo, te cuidé entre la prole de todos los que eran mayores que tú, en pocas palabras, era tu guardaespaldas personal. Un día estábamos en la matiné del Cine Variedades, tú tenías tres años. Al terminar la función todos corrían hacia la salida como caballos locos, por eso nuestra instrucción era aguardar a que saliera la marabunta y después salir nosotros. Voltee a tu asiento y no estabas. Mi corazón dio un vuelco y la adrenalina me expulsó del asiento como un resorte. Caminé sobre los respaldos de los asientos la decena de filas que me separaban del pasillo de entrada; de algún modo alcancé la delantera del tropel que avanzaba corriendo hacia la salida. Empujado por la multitud llegué a la dulcería y pude verte saliendo del baño, aún abrochándote el cierre del pantalón. Como pude te tomé en los brazos y avancé contigo hacia la salida. ¡Qué felicidad! No sabes durante cuántos años sufrí el escalofrío de pensar en otro desenlace de aquel evento y la alegría de haber actuado para evitarlo. Como hermano mayor abusé más de una vez de mi fuerza contigo, quién no lo hizo, pero la constante fue el cuidado y la protección, sobre todo cuando estábamos fuera de casa. Y creo que había un cariño recíproco, una convivencia filial. El verdadero abuso en mi hermandad contigo no fue de fuerza sino de descuido, pues al encender aquel simbólico primer cigarrillo mi urgencia por ser adulto me obligó a dejarte sin cuidado y, muy poco después, perderte el rumbo por completo por mi viaje al sur; los siguientes años pude escribirte alguna carta de cumpleaños y después hacerme presente con un giro simbólico que te envié durante varios años para lavar mis culpas y sostener un hilo muy delgado de comunicación. En treinta y tres años nos hemos visto cada cinco años o más y sólo una vez viniste con los niños a visitarnos. Una lástima, pues. Esa lejanía no podemos cambiarla, tal vez podamos aprovechar mejor la cantidad de canales que ahora se han abierto con el Internet. Enmendar entre ambos tantos años de silencio y asumir sus sentimientos cada quien, pues la única condición de la que no podremos despojarnos jamás, es la de ser hermanos de sangre y del alma. Lo único que me reconforta es que nunca precisaste de mis cuidados ulteriores. Creciste sano y te hiciste un hombre de bien, un papá cariñoso y amante fiel de tus amores. Creciste y creciste hasta la inconveniencia y he observado orgulloso tus triunfos y he sufrido con tus escollos. Es lo único que quería decir –me hubiera ahorrado tantas palabras–, aunque lejano he estado ahí, observándote, como un fantasma gélido pero pendiente, lejano pero amoroso. O, al menos, eso quisiera creer.

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