jueves, 26 de febrero de 2009

Rocky en Mumbai


De tarde en tarde suelo ver una cochinada en el cine motivado por alguna mala recomendación o la presencia de algún actor o actriz de mi complacencia. Aunque salgo de mal humor y con cincuenta pesos menos en la bolsa, no la hago de emoción, en la noche ya se me olvidó el desaguisado y frecuentemente olvido que fui al cine y vi una mala película.

La tarde de hoy es una excepción. Aunque salí de mal humor y con cien pesos menos en la bolsa -pues contra su costumbre Malú decidió acompañarme-, quiero escribir unas líneas sobre esta película, que ganó diez oscares el domingo pasado, incluido el de mejor película del año, a los ojos de Hollywood, que por enésima ocasión -exagero- volví a comprobar que no son los míos.

Slumdog Millionaire, Reino Unido/E.U.A., 2008, “Quisiera ser millonario” nombre que le pusieron en México, maneja tres planos temporales: el actual, en donde el personaje recibe una madriza de la policía, el del concurso, en donde este joven va respondiendo preguntas a un desaliñado conductor y el del pasado, donde se nos explica como, siendo niño, el personaje fue capaz de saber la respuesta pese a su patente y portentosa ignorancia. La fórmula se repetirá ad infinitum para cada una de las preguntas del concurso y nos explicará cada una de las respuestas. Por ahí de la mitad la cosa se pone medio monótona.

Lo más interesante en la película son las aterradoras imágenes de las ciudades perdidas de Mumbai que hacen ver a Valle de Chalco con una especie de Polanco, los grados de violencia social y el abuso indiscriminado de niños y mujeres pobres, que se cuentan por millones, con sobradas escenas de crueldad, como la del niño enceguecido por sus padrotes de la miseria, que podrían haberse ahorrado o sutilizado (“Jamal, pélate porque le están sacando los ojos a los batos…”). Y bueno, la cinta es abundante en situaciones inverosímiles, como los policías que corren a dos metros de bebés de cuatro años sin alcanzarlos, el hurto de zapatos en el Taj Majal que les permite poner una zapatería, el oficce boy que sabe mejor las respuestas que los estudiantes de comunicación (“Ya, Jamal, no sigas hablando”), los “malos” acartonados de la película que recuerdan a Disney -sólo que muy salvajes-, la riqueza banal y la pobreza transitoria, pues a final de cuentas todos triunfan, y ni qué decir de la limosna de cien dólares que le ofrece a un culto cieguito que, tras olerle la pelona al mono del billete, afirma enfático: “Thomas Jefferson”, como si los recibiera diez veces al día. Para cerrar con broche de oro, la inverosímil presencia de Jamal en un lugar público, como la estación de trenes, cuando es una celebridad nacional a la que le arrancarían la piel con sólo asomarse a la ventana. No, gracias.

Salimos del cine diciendo que lo que imaginábamos era una película “más hindú”, pero que resultó ser tan superficial como el anuncio comercial de la cerveza Corona que nos recetaron en los previos al filme, donde al destape de una Corona a manos de un inefable japonés, en la riviera del río Ganges, hasta las cobras que están siendo encantadas se ponen a bailar el jarabe tapatío. Y mira que sí, la película británica estadunidense se parece a ese anuncio ambientado en la india, pero con el tema de un Rocky intelectual a la medida de la academia de Hollywood y la complacencia de millones de babosos que aplaudimos cada uno de los diez oscares que le fue otorgado a esta cosa de Danny “el cabezón” Boyle. Ni hablar.


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